Aprendí sobre computación con el ingeniero Ríos, desde la primaria. Era un monstruo intelectual y parecía desear con fervor que nosotros aprendiéramos a nivel bachillerato.
Después llegué a bachillerato, pero comprobé que nadie enseñaba como él, ni lo que él me enseñó. Nos enseñó lenguaje binario (y matemática maya, es decir vigesimal y la posibilidad de otras matemáticas no decimales, de paso) y el cómo y por qué las primeras computadoras funcionaban con bulbos. Posteriormente los bulbos se redujeron en tamaño hasta ser minúsculos puntos de luz.
El punto central no es la luz en sí, sino el curso eléctrico, su significado eléctrico. Es decir, si el punto está es porque hay reunida energía eléctrica canalizada ahí. Sí, o no. De ahí en adelante, basta con sí y no’s, positivo o negativo, prendido o apagado, para articular con el lenguaje binario y la lógica otros conjuntos más complejos.
Las letras o números u otros signos, llamados en general «caracteres», para poder representarse electrónicamente (y después digitalmente) de forma estandarizada, requirieron una plataforma de luces que pudieran prenderse o apagarse alternativamente y de forma articulada.
Para organizar el prendido o apagado de luces por cada carácter necesario, la plataforma se divide en cuadros o conjuntos de luces llamados bytes. Un byte es una unidad mínima de información. Cada luz o pulso electrónico organizado (para estar prendido o apagado en determinado momento configurando un carácter) es un bit. Un byte puede estar compuesto por un número indefinido de bits, pero el estándar hizo de los grupos de 8 bits la base de toda la computación ahora conocida. Grupos de 8 bits se reducen cada vez más en tamaño físico y se multiplican en número, para dar paso a las imágenes (y todo tipo de información o estímulo eléctrico) cada vez más definidas.
Nunca lo he olvidado porque me parece increíble y fascinante a la vez. El paso de una técnica a una tecnología. El universo de pulsos eléctricos y energía que transcurre en imágenes, sonidos, y miles de lenguajes virtuales que tenemos en nuestras manos todos los días, ahora.
El lenguaje MS-DOS es lógica pura en aplicación práctica y atada a la realidad física de la electricidad.
El problema era que yo no tenía computadora. Así que, durante un buen tiempo, digamos toda la secundaria, este aprendizaje teórico era más bien, para mí, un relato fascinante. Dejemos a un lado mi envidia hacia los compañeros que entregaban sus trabajos a computadora, y sólo por eso les daban mejor calificación. Mejor concentrémonos en lo importante. Aprendí que era mejor y más valioso saber, aprender y comprender algo, que sólo tener o usar las cosas.
Mi siguiente contacto con las computadoras, al iniciar bachillerato, fue algo escalofriante. En ese entonces las computadoras eran un lujo, y el Internet menos accesible que ahora, en México. Yo no tenía computadora ni Internet y no lo tuve durante toda mi «juventud». Pero eventualmente el auge de la socialización adolescente hizo que unos «amigos» me invitaran a la casa de alguien con computadora e Internet. También fue la primera vez que me emborraché. Y conocí lo que hacía un adolescente de mi edad, pero que tenía familia, auto, computadora e Internet, a diferencia de mí, que no tenía nada de eso.
Desde entonces no soy tan fan de emborracharme a lo estúpido (al menos no frecuentemente, o al menos no con alcohol…), o usar la computadora con Internet para ver porno. Cuando uno es de clase baja, piensa uno demasiado en las consecuencias de cualquier cosa.
Puta moralina. El lujo de las personas, más allá de sus bienes materiales, es estar exentos de cualquier consecuencia (¿impunidad?), y disfrutar de todo sin ninguna culpa.
Ojalá sólo hubiese visto pornografía. Tal vez hasta ahí mi desarrollo hubiese sido «normal». Pero también vi algo que llamaban «snuff», videos cortos de gente siendo torturada o asesinada. ¿Hasta dónde deben llegar los límites para ser límites? No sabía si envidiar o sorprenderme de ellos, que podían soportar ver eso como si les gustara.
Casi al final del bachillerato ya comenzaban a hacerse populares los café-internet, y cada vez se fueron haciendo más baratos. Y algunos debían prohibir explícitamente que la gente viera cierto contenido. Francamente no sentía que compartiera mucho con mis coetáneos-contemporáneos.
Yo usaba el Internet para buscar gente como yo, lo que sea que eso fuera. Me gustaba Latinchat. Había grupos por países, por intereses, para todo. Un universo impredecible estaba ahí. Y si bien la mayoría de los grupos o asuntos eran tan triviales como la vida misma, tampoco era imposible encontrar gente especial. Sobre todo, en lo que a mí me interesaba: la filosofía, la poesía y el arte.
Era aceptable no mostrar el nombre real, sino un «nickname», a nadie le importaba. De hecho, era mejor. No había tendencias, hashtags, memes, la gente no estaba todavía «estandarizada» hasta ese punto, como ahora. Uno podía desprenderse de las ataduras de un mundo real, libre de todos los prejuicios o las formas prefijadas.
La gente buscaba vertir en su personaje (avatar/imagen de usuario) lo más auténtico de sí misma, no lo que le pesaba, cómo se veía, qué tenía o de dónde venía. Disfrutaba tocar a la gente con sólo las palabras y un nombre de cuenta. Disfrutaba ver sus mundos a través de ellos. Varios estábamos ansiosos por presentarnos, por conocernos, comunicarnos de otra forma. Era la invención de nosotros mismos, y verificar la agradable sospecha de que un mundo mental, de ideas, se tocaba con las cosas representadas, que a su vez se sentía como la certeza de poder tocar lo lejano, con la mente, con las emociones más reales, con el alma…
Alguna que otra persona llegué a conocer físicamente, o aún las tengo en el FB, pero ya nada es lo mismo que antes.
La gente ya no se inventa. Sólo se consume.




