Me uno en Unamuno con los signos de los siglos en gramático sacramento. El instante de su líquido pasado deja notas recurrentes en la piedra de experiencias de mi arroyo. Cuánto no se escapa a nuestras declaraciones, de menos o de más, mientras en el discurso nos convertimos en Heráclito, siempre distinto a sí mismo. El nosotros que se baña en este párrafo, será otro yo en el siguiente. Por eso culpo a todos ustedes por engañarme y hacerme perder la noción de mí. Me identifico en ustedes, con las cosas, con sus huellas, los recuerdos que me dejan, los sonidos, sensaciones, emociones, impresiones, con ellos desde el «ello» profundo hasta el desenfreno del próximo punto y seguido. Hablo con fantasmas mientras sé que los pronombres son reflejos de otro instante. Mi lengua es una tumba de capítulos cerrados entre partes de mí mismo que no se hablan. ¿Qué es lo que estamos diciendo cuando creemos decir «yo»?
En un primer momento, todas las cosas soy yo, y yo produzco el eco de las cosas, y todas las cosas nacen de mi lenguaje, y mi lengua es la hojarasca de los ecos de las cosas. Como el niño que aún no distingue entre su ser y el mundo, habito en la ilusión de la unidad primordial. Pero el tiempo, ese río inexorable, arrastra consigo la primera certeza.
Luego me siento herido cuando descubro que todo es distinto a mí, y no sé quién es nada, ni quién es nadie, ni quién soy yo. Porque en el principio, todas las cosas que eran yo, eran ellas, y juntos éramos todos lo mismo. Luego me dijiste que tú no eras una cosa. Ya no pude más a partir de ese momento, y nunca hubo otra vez nada tan amargo como eso. Las cosas no eran como tú ahora, que te negabas a ser lo mismo que yo, y gozar la comunión de latir juntos. Luego empezaron todos los demás días que jamás conté, porque eran todos absurdos, diferentes, lineales, sin sentido, como gotas dispersas de una lluvia que ya no sabe regresar al mar.
El instante es el asombro, y no se nombra. Incluso en el explícito gramema, lo que trazan nuestras manos es la nube, fugaz y cambiante como el pensamiento mismo. Cualquier cosa de que se hable es la profunda soledad, de algo que está en nosotros y que alguien no podrá ver. Pero ¿acaso no has sentido la necesidad de callar algo, sólo para que no deje de ser verdad? Es absurdo decir o escribir nada, porque en el transcurso de los cursos, todo termina bajo sentencia de negación. Como Sísifo con su piedra, cargamos palabras que nunca alcanzan la cima del significado. Casi ni deseo poner mi nombre como firma sobre esta hoja que se coman las corrientes del tiempo y del olvido.
Si el único hecho comprobable con que cuento es el romperme, ¿por qué no creer que habrá un dios imaginando que cuando mis oraciones digan «yo», «nosotros» o «tú», le estaré hablando siempre a lo mismo desconocido y lejano? La muerte verdadera es insondable, como el silencio entre las palabras que no llegamos a pronunciar. La idea de algo estar vivo, es una hipótesis lexicográfica para la interpretación de lo indeterminado. No quiero escuchar nada, leer nada, ni ver nada, que no sean dioses, o incluso uno sólo para no perder el tiempo hablando con varios fantasmas, para que no engañen a mi divinidad originaria y pura, palabras estancadas ni jergas vulgares donde se revuelquen los cerdos. En el fondo de cada pronombre hay un altar vacío, esperando la presencia de lo innombrable.
La diosa lengua me prometió engendrarme sin necesidad de decir nada, como el silencio engendra la música o la oscuridad la luz. En sus aguas primordiales fluye la verdad que ningún pronombre puede contener. Yo un día llegaré al mar, aunque esté lejos, cuando sea pronunciado por la espuma, sobre las mudas líneas de un paisaje, en un deslumbramiento detenido, tallado contra el choque de la arena, abrazado a la niebla taciturna, cuando ya no haya nada que me impida sentir a «alguien» propio, y alcance la presencia, la experiencia que nadie más pueda decir, grabada en el canto de las olas. Entonces, quizás, el pronombre roto se reconstituya en el eco infinito del oleaje, donde todo es uno y uno es todo, donde el yo y el tú se disuelven en la sal de una gramática universal y eterna.
JCM
Poiesigefycarmen

